La Salada: de la pobreza salvaje a la esclavitud
Pocos fenómenos exhiben los datos más duros de la pobreza que los asociados a La Salada. Se trata de un sistema muy vasto con sus centros más o menos formales y civilizados, y sus periferias al margen de la ley. Dos de estos últimos escenarios resultan ilustrativos los grandes talleres clandestinos y las ferias callejeras que aglutinan a los menos afortunados.
En los barrios periféricos al complejo, grandes, medianos y pequeños talleristas peruanos y bolivianos están vertebrados entre sà merced a tramas jerárquicas que conjugan solidaridad con obligaciones a menudo opresivas. Ninguno paga impuestos territoriales por hallarse en asentamientos tomados compulsivamente. Tampoco su principal insumo, la energÃa eléctrica, por estar âenganchadosâ a la red troncal.
En sus herméticos guetos, los más pudientes son propietarios de costosas máquinas hiladoras y bordadoras que les permiten optimizar su rendimiento. Pero el secreto de su alta productividad â aprovechada, de paso, por las marcas lÃderes, que tercerizan allà un segmento importante de su producción â estriba en la utilización de mano de obra esclava o servil.
El espectro de estas variantes de explotación es variado. La servidumbre está asociada al uso de los costureros más humildes que perciben de los grandes solo $ 3 por unidad confeccionada a pagar después de su venta. Una familia de cinco personas puede producir como mucho dos mil prendas por semana; lo que les exige trabajar dieciocho horas, una comida diaria y el envÃo de los chicos a los comedores comunitarios.
La esclavitud registra una modalidad particularmente inhumana: la que explota a niños o adolescentes que los talleristas procuran en sus pueblos de origen. Se trata de chicos y chicas entregados por sus familias rurales pobres para volver con algún dinero. Otros, en cambio, son delincuentes juveniles reclutados por los tratantes para ayudarlos a evadir la justicia.
El sistema de âcama calienteâ les exige trabajar hasta dieciocho horas diarias encerrados en galpones herméticos o sótanos. Son alimentados solo mediante una sola y frugal comida nocturna, y subsisten en penosas condiciones sanitarias y habitacionales. Cuando la debilidad los torna descartables, los capataces los llevan a colaborar en los puestos de las ferias. Algunos son objeto de una última transacción: su venta a capos narco peruanos de las villas capitalinas, particularmente la 1.11.14, para su utilización como âsoldaditosâ.
El otro escenario salvaje es el de los puestos callejeros en las calles entre los tres predios centrales. Su denso hacinamiento se explica por el desalojo en 2012 de los diez mil puestos de la âFeria de la Rivieraâ por un fallo judicial para sanear la Cuenca del RÃo Matanza-Riachuelo. A los talleristas pequeños, que no pueden pagar el alquiler de un puesto en las ferias cerradas, no les queda otro recurso que jugarse en hacerlo allà para vender su producción de menor escala y calidad a los compradores más humildes.
Pero los riesgos son tan elevados como los cánones que deben pagar a los âarmadoresâ de puestos callejeros. Estos componen un estamento cerrado reclutado entre âchorros de cañoâ y barrabravas de grandes clubes nacionales. Gozan de la inmunidad que le garantiza la policÃa para confiscar la mercaderÃa y amenazar la integridad fÃsica de aquellos no protegidos por cooperativas de paisanos. Cada puestero debe pagarles a los sucesivos âcobradoresâ nocturnos $ 400 en concepto de âalquilerâ, 80 de âsuministro de luzâ, 60 por âlimpiezaâ, otros 100 por âmarcasâ, y otro variable y arbitrario por âseguridadâ.
Sin embargo, los âdueños del territorioâ son meros intermediarios al servicio de los âadministradoresâ de las ferias cerradas, la policÃa y las autoridades municipales. Perciben como retribución una porción del botÃn recaudado bajo la forma de dinero, puestos reservados para vender mercaderÃa confiscada o intercambiar artÃculos robados por droga y viceversa. El resto, âla parte del leónâ, âsubeâ hacia el poder. A la medianoche, cuando el tráfico en las ferias se torna más intenso, el clima de violencia estalla: asaltos de âcortadoresâ de carteras; expulsiones y apropiación de mercaderÃa de morosos; secuestros de puesteros exitosos en sus ventas; y robo e incendio de sus vehÃculos.
Reconocidos agentes policiales vestidos de civil, por último, modulan los niveles de violencia de manera que no comprometan los flujos recaudatorios. La tan mentada âausencia del Estadoâ, entonces, no es tal. Se trata de una presencia diferente; bien indicativa de la administración tercerizada de la pobreza mediante franquicias otorgadas a jefaturas -también pobres- que garantizan una contrapartida de dinero y votos.
Revertir este estado de cosas no serÃa tarea sencilla. Para comenzar, bastarÃa con que las autoridades públicas emprendan la difÃcil pero indispensable tarea de âpensarâ en soluciones serias. Estas no deben omitir que estos mundos le permiten, pese a todo, la subsistencia a miles de familias como trabajadores y consumidores.
De ahÃ, la necesidad de prescindir de las âsoluciones drásticasâ; una pieza más âtambién salvaje- de este orden reaccionario y conservador.
Desde hace un cuarto de siglo, de este sistema se sirve una corporación polÃtica solo interesada en alimentar sus pródigas âcajas negrasâ para organizar electorados predecibles y, de paso, enriquecerse con la explotación de los pobres a los que invocan en sus discursos demagógicos.
Jorge Ossona. Historiador. Club PolÃtico Argentino